17 diciembre 2006

LOS GUARDIANES DE LOS SUEÑOS.

Sábado, 2:50 de la madrugada.
Llevo tantas posturas diferentes adquiridas en la cama durante años tratando ingenuamente de conciliar el sueño que, a estas alturas de mi vida, ya podía haber escrito el kamasutra de los insomnes según la estación del año.
Con el tiempo, y después de poner mis esperanzas y mi paciencia en métodos de lo más variopintos para poder dormir, sin que dieran resultado alguno, empecé a aceptarlo no como un trastorno, sino como parte de mi cuerpo, como una seña de identidad de mi propia personalidad nerviosa y obsesiva, hay personas tranquilas, simpáticas, egoístas, previsoras,... bien, pues yo soy insomne.
Es curioso de qué manera los que carecemos en nuestro diccionario del verbo dormir llenamos ese período aséptico de no sueño, las acciones y pensamientos más absurdos e insospechados tienen cabida a esas horas de absoluta soledad alucinatoria a la que estoy enganchada como un drogadicto a su dosis diaria.
Descubres en los cajones destinados a albergar cosas inservibles, que sería un sacrilegio tirar, una antigua fotografía, reconocí en seguida a los fotografiados en sepia, la mayoría desaparecidos desde entonces de mi vida y yo de las suyas, hoy cada uno naufrago de su propia isla. No me llamó la atención lo que el paso del tiempo puede hacer con un cuerpo y una cara, lo que me dio pavor fue no saber donde había ido a parar aquella alegre inocencia de chica de instituto, en que momento la perdí que ni siquiera me dí cuenta?. También recordé el sitio donde había sido tomada la foto, aquel muro donde apoyábamos nuestras espaldas sentados al sol en los recreos, donde tantas veces hablábamos a la ligera de lo queríamos ser de mayores, como si faltara mucho tiempo, y resultó ser apenas un parpadeo, apenas unos insomnios después. Aquel muro que si hoy fuera a visitarlo seguro que todos los demás ya hace muchos años que separaron sus espaldas de él, pero yo podría verme allí sentada todavía, convertida en una estatua de sal intemporal, en una escultura conmemorativa levantada en honor de la alumna más antigua que nunca se fue, todavía intentando llegar a ser mayor, y creíamos que los complejos, miedos e inseguridades se quedarían allí como notas en las grietas de aquel muro una vez que nos fuéramos sin echar la vista atrás, cual muro de las lamentaciones de nuestra marcada adolescencia, que ingenuidad tan grande.
Y después de desordenar aún más los cajones, un paseo por la descomunal terraza ubicada en el último piso del edificio. Y las luces de las calles, y los sonidos de la noche, y la Alhambra iluminada, y el Albayzin de casitas blancas, y la ciudad que duerme mientras tu trasnochas. Siempre caigo en la costumbre de observar las luces de los edificios contiguos que están encendidas, supongo que por intentar adivinar donde viven mis iguales y qué están haciendo en ese momento. Este frío te mantiene más despierta todavía. En realidad, los insomnes somos los guardianes de los sueños, vigilamos el descanso nocturno de la comunidad sin pretenderlo, cuando atracan a alguien en tu calle, cuando salta la alarma en plena noche del comercio que está debajo de tu ventana, cuando hay un accidente de moto en la esquina, cuando se incendia un edificio,... los primeros que llaman a la policía, al 061, a los bomberos, son los insomnes, que nos damos cuenta mucho antes de las cosas porque no estamos dormidos. En realidad, hacemos un servicio social al barrio y gratuitamente. Esos murciélagos ultrasónicos cada vez son más grandes, aunque a mi se me antojan como Morfeo y sus legiones rechazando mis reiterativas invitaciones a mi cama.
Pero el momento sin lugar a duda que prefiero en una noche de insomnio es cuando empieza a clarear. El alba, la aurora, el amanecer, ...como prefieran llamarlo, un momento que se ha convertido repetidamente en recurso metafórico para todos los poetas que pasaron por la historia de la literatura. Esa hora confusa y desconcertante donde conviven a la vez y sin estorbarse el día y la noche en un mismo cielo, en una perfecta armonía repetida 365 veces al año, pero que siempre es distinta cada vez. Es entonces cuando me gusta bajar a la calle, a veces con el pijama debajo de la ropa para no perdermelo. Y abajo en el asfalto, es la hora en la nunca se sabe cuando termina la exhalación del humo del cigarro y cuando empieza el vaho invernal de las temperaturas bajo cero. Es la hora en la que conviven el borracho y el madrugador, donde en las barras de las cafeterías que abren a esas horas para dar los primeros desayunos se entremezclan el primer café de unos y la última copa de otros. El sueño lo invade todo, tanto para el que ha madrugado como para el que no se ha acostado. Y en concreto, ese Domingo, la Gran Vía en toda su extensión estaba cortada por las obras interminables que ponen a prueba nuestra paciencia a diario, y logré encontrar un hueco por una de las vallas y comenzar a andar entre las máquinas por la calzada desierta sin coches y sin apenas contaminación acústica un domingo a esas horas, un hueco en la imaginación trasnochada que solo se abre cuando llega esa última euforia del cuerpo antes de abandonarse al sueño diurno. Y alguien susurró "Abre los ojos", y no me hizo falta Amenabar ni una cámara, ya protagonizaba a solas mi propia escena de las consecuencias del insomnio, y la sensación tan extraña y tan placentera de ver la calle sin vida, de que podía ser quizás la única insomne de aquella noche, la última superviviente de la raza humana que había sobrevivido a un arma química letal que solo mata a los que osan dormirse. Y en eso estaba cuando los primeros rayos de sol se hicieron con el cielo, y es entonces cuando la euforia transitoria empieza a
bajar y voy buscando la cama.
En la habitación ya es de día y empiezan los ruidos diurnos de la ciudad a manifestarse tenuemente. Y ya viene el sopor y el sonido chisporreante de la aguja del plato todavía pinchando la canción acabada acuna mi sueño ligero.

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