26 febrero 2008

22 DE DICIEMBRE.

Si hay una fecha que se recuerda en este país es el día de la lotería de Navidad y el Domingo del año que enfrenta en la liga al Barcelona y al Real Madrid. Y es que, en este mi país, en el que a menudo me siento como una inmigrante, con otras costumbres foráneas, el fútbol es una institución sagrada, y la ludopatía una religión oculta en la que se rinde culto a muy variadas sectas populares, la lotería primitiva, la bonoloto, el euromillón, la lotería nacional, la ONCE, el combo,la quiniela, las carreras de caballos, y no sigo, háganse una idea.

En mi familia, no iba a ser menos la ludopatía legalizada. Desde la más tierna infancia el 22 de Diciembre era un día en el que, si el calendario permitía que cayera en fin de semana, la familia madrugaba y se arremolinaba con los décimos y participaciones alrededor del viejo transistor del abuelo Manolo, que no paraba de mover la maltrecha antena pegada con fixo en espera inútilmente de una mejor recepción de la señal, eso, en mis años más precoces, después, llegaría el televisor que agravó la incomunicación familiar con un papel pintado de pared como testigo y telón de fondo.

Si el gordo tardaba en salir, el evento empezaba a perder interés y el público familiar procedía a alternar sus tareas diarias con el seguimiento del sorteo de la lotería, las mujeres se colgaban los delantales y trasteaban en la cocina la comida del día con su rol femenino bien aprendido durante años de dictadura, los hombres leían el diario local de la recién estrenada democracia, y los niños empezábamos a hacerles caso a los juguetes del día anterior con el pijama amariconado de muñequitos aún sin quitar y el desayuno de galletas Fontaneda a medio terminar.

Si se cantaba algún premio gordo, los mayores dejaban inmediatamente lo que estuvieran haciendo para prestar atención al número premiado en cuestión, en voces de los niños eunucos del Colegio de San Ildefonso disfrazados de pantaloncitos cortos de colegio inglés, y las localidades donde había sido vendido el décimo. Un premio tras otro, según iban cayendo los alambres, se avibaba el interés de aquellos adultos que entendían de dinero, para dejar paso a otra nueva decepción que no hacía más que poner en evidencia lo que todos probablemente intuían antes de empezar el sorteo, y era que ese 22 de Diciembre tampoco dejarían de trabajar, que terminaría de salir del bombo la última bola y sus vidas seguirían siendo las mismas, ni mejores ni peores, simplemente las mismas. Que el milagro del calvo de la lotería ya en televisión en color no es más que publicidad consumista para que el estado se embolse una buena cantidad en impuestos jugando con los sueños imposibles de millones de españoles de clase media.

Cuando se incorporaron los televisores a las casas de las familias españolas y pudimos ver el sorteo televisado desde primera hora de la mañana por la televisión estatal, muchos fueron los momentos álgidos de la retransmisión. Sin duda, el que yo siempre esperaba que se repitiera era la imagen de la bola rebelde que se cae de las manos de un niño nervioso y abochornado que debe ir tras ella a toda prisa antes de que gane más terreno, supongo que un poco por esa facilidad que tenemos los españolitos de a pie de reírnos de las desgracias ajenas.

Hoy, después de los años, cuando se acerca la fecha, siempre llevo en la cartera aunque sea un décimo para el sorteo de Navidad. Y me sigue gustando madrugar en mi casa de alquiler y sentarme sola frente al televisor en pijama con una taza de chocolate bien caliente con galletas, para ver el evento más aburrido televisado de todas las Navidades, simplemente para recordar que en aquella casa antigua de entonces y que hoy ya no existe, al menos una vez al año, éramos una familia española fingiendo ser normal. Me consta, que algunos de los que habitaron entre aquellas cuatro paredes siguen conservando, al igual que yo, aquella costumbre, pero además, llegado el momento de reconocer que la última bola ha caído y que vamos a empezar el año igual que lo acabamos, doy paso a la segunda fase todavía con el pijama sin quitar, ver cómo entrevistan a los agraciados llorones brindando con champagne, con el décimo en mano, pensando en voz alta lo que harán con el dinero,... y yo siempre, llegado ese momento, pienso lo mismo, año tras año, como si fuera un ritual bien aprendido, hay que ser imbécil para salir en la tele con el décimo en la mano y diciendo la cantidad de la que eres beneficiario, para que en la primera esquina de camino a tu casa te peguen el palo (no en vano, el año pasado le pasó algo parecido a una chica que en el jolgorio de la fiesta en el bar donde trabajaba le robaron el décimo ), aún así, me encanta esa parte, es una alegría tremendamente contagiosa, los sueños de unos cuantos elegidos televisados en directo.

Tal y como yo lo veo, no es más que la fábrica de sueños del español medio que una vez al año abre sus puertas con una relevancia tradicional. No compramos décimos, invertimos en imposibles, en espejismos en mitad de un desierto asfaltado, en pagos de hipotecas, en carreras para los hijos,... No es más que el último refugio del año para los viciosos, que aunque un estadista les explicara las ínfimas posibilidades que tienen de que les toque seguirían gastando cantidades indecentes de euros, y para los soñadores, que quizás esperan que el dinero de la lotería cambie las vidas que ellos nunca tuvieron cojones de intentar cambiar por sí mismos. Pero, aún así, cuando aparece en la pantalla del televisor la puerta de la Administración agraciada con el cartel de "el gordo vendido aquí", a mí siempre me gusta leer "su sueño vendido aquí".

De toda esta ludopatia hereditaria también me quedó la ceremonia ritual de todos los jueves del año de la Lotería Primitiva. Siempre es en la misma Administración, queda de camino al trabajo, ese trabajo del que escaparíamos sin dudarlo con el montón de millones, y me gusta el nombre, "el gato negro", una sola apuesta para el jueves y el sábado, y los números elegidos al azar por la máquina. Nunca veo el sorteo por la tele, al jueves siguiente, si hay gente en ventanilla, espero fuera con la ingenua idea de que si he sido el máximo acertante de la semana no conviene tener público, y cuando el comprobante pasa por la máquina para ver si está premiado siempre se me pasa lo mismo por la cabeza, que aquel hombre me diga "esta cantidad no puede cobrarla aquí", aunque lo que realmente dice casi siempre es "no está premiado".

Mi versión de los hechos es que el juego, en un porcentaje aceptablemente alto, se lleva en la sangre de una manera hereditariamente acostumbrada,esto, por supuesto, no justifica los gastos desmesurados ni la ludopatia sin control, que nadie se llame a engaño,(Eduardo no ha pasado ni un día de su vida sin jugar a algo, pero jamás dejó a nadie sin comer por ello, y cuanto más le gusta jugar al individuo, más jugador solitario se vuelve, eso lo aprendí de él observándolo a lo largo de los años ).Desde luego, de todos los vicios que he ido adquiriendo conforme iba perdiendo porcentaje de inocencia en una medida directamente proporcional, este, definitivamente, es el menos dañino. Y es que yo soy de las que invierten en sueños, tanto si estoy insomnemente dormida como si estoy oníricamente despierta, y que probablemente la explicación más convincente sería decir que siempre fui una cobarde.

(Aunque hoy en día la tragedia casera que más me afectaría sería que se interrumpiera la conexión ADSL, cada 22 de Diciembre le hago mi pequeño homenaje al abuelo Manolo y nunca compruebo mis décimos en Internet para ver si están premiados, espero a comprar el periódico al día siguiente y dejarme las pestañas comprobando las listas de números diminutos que publican en un espacio de lo más reducido, como hacía él ).