10 octubre 2007

SESIÓN DE MEDIANOCHE.

La minúscula cocina no era más que un pasillo sin razón en el que mi abultada compañera de piso apenas podía girar sobre si misma para darse la vuelta, en consecuencia el frigorífico y la lavadora convivían en armonía junto al sofá del salón, lo cual, si lo piensas bien, no deja de ser el paraíso de los vagos reincidentes, ya que podías conseguir una cerveza al instante con solo alargar la mano, sin cambiar de postura ni tener que esperar a los anuncios.

Al final de la calle empedrada se ubicaba un típico cine de barrio con varias salas. Era un superviviente del naufragio de los 80, con las paredes y los suelos enmoquetados en rojo satén, que bien podría haber pasado por un prostíbulo si no estuviera tan céntrico. No existían luces de suelo ni de emergencia, por lo que entrar con la película ya empezada y pretender sentarse era misión imposible. Las butacas estaban sobadas y envejecidas, la mayoría pringosas de ciertas sustancias cuya procedencia era mejor no averiguar, y algunas, reivindicando una pronta jubilación se negaban a plegarse una vez que te levantabas. Si en algún momento en medio de la oscuridad se te caía algo al suelo, era mejor darlo por perdido que arriesgarse a tantear inconscientemente con la mano abierta por aquella superficie de cosas sospechosamente inanimadas que en cualquier momento podían cobrar vida e intentar atacarte. La pantalla contaba con ciertas manchas y rajas insalvables en los primeros planos del protagonista.

La sesión de medianoche comenzó en un principio exclusivamente para el respetable género porno, salas X solo a partir de las doce. Cuando el cine para adultos se fue profesionalizando y se empezaron a crear salas específicas para este tipo de género, el cine del barrio prescindió del sexo fingido trasnochado y fichó por el cine independiente con sesión doble por 200 de las antiguas pesetas.

La primera vez salté de la cama a la una de la madrugada y encima del pijama me calcé las botas y el abrigo largo, y me vi sentada en la quejumbrosa butaca viendo una película japonesa de samurais subtitulada en inglés, y rodeada por un puñado de freaks despeinados y con gafas de montura de pasta que no hacían más que alabar el talento de Akira Kurosawa, esa fué la primera vez de otras tantas veces que ví "Los siete samurais", y yo sin saberlo.

Hubo muchas otras sesiones y películas, producciones europeas, coproducciones ítalo-francesas, anglo-americanas, hispano-argentinas,... subtituladas en inglés, francés, italiano, y hasta en japonés, pero daba igual, yo estaba allí noche tras noche con el pijama debajo del abrigo y mis 200 pesetas en el bolsillo.

Algunas veces acudían hombres solos cuyo único propósito era masturbarse en la cómplice oscuridad anónima de la sala. Siempre pensé que eran los vestigios del público entonces injustamente marginado que anteriormente asistía a esa misma hora a las sesiones porno, les daba igual la temática de la película, la fuerza de la costumbre es un hecho comprobado, y supongo que solo necesitaban de su antiguo entorno masturbatorio para dar rienda suelta al placer más antiguo del mundo. Nunca me molestaron, ni yo a ellos, me gustaba pensar que probablemente les estaba viendo en una íntima circunstancia en la que nunca lo habían visto antes sus madres o sus esposas.

Si había suerte mi entrada era la única que se había vendido, y la sensación de que proyecten una película solo para ti en un cine vacío hace que todo lo que pase en la gran pantalla cobre unas dimensiones de grandeza desbordante.

La carencia de idiomas para leer los subtítulos me hizo comprender en todo su sentido la verdadera magia del cine, el poder de una imagen en sí misma, mi vuelta al cine mudo en pleno siglo XX, porque simplemente intentaba seguir el argumento solo con lo que veía. Evidentemente se escapaban muchos aspectos de la trama, pero eso era lo mejor de todo, lo que faltaba ya se ocupaba mi imaginación de darle forma y además, con varias interpretaciones simultáneas. Entonces, aquellas películas con diálogos ininteligibles para mí, al igual que la vida misma, siempre tenían un final abierto.

Alguien me preguntó no hace mucho, cómo me definiría a mi misma, y recordé, después de no haberlo hecho en muchos años, el antiguo cine, y las sesiones de medianoche, entonces solo pude decirle, que "era una insomne que se levantaba a hurtadillas de la cama a la una de la madrugada, dejando al simulacro de novio número dos en el otro lado de las sábanas, para irse en pijama tiritando de frío en pleno enero al cine del final de la calle, y ver películas cuyos diálogos no entendía solo con el propósito de soñar despierta con cualquier historia que no fuera la mía". Más tarde caí en la cuenta de que le había respondido en tiempo pasado.

En el año 2000, un incendio acabó devastando las moquetas y todo lo demás del viejo cine de barrio, y estuvo nueve meses cerrado. En ese tiempo me mudé de calle, de barrio, y de vida. Cuando reabrieron el cine lo hicieron con moquetas de otro color, calefacción, aire acondicionado, sonido dolby surround, puertas de emergencia, luces guía en el suelo, tienda de palomitas, habían jubilado al antiguo taquillero, a los pajilleros nocturnos, y hasta a la peseta, y aquellas sesiones de medianoche habían desaparecido de la cartelera. El cine ya no era el mismo que conocimos, y tampoco nosotros éramos los mismos. Lo único que quedaba del pasado que tanto nos gustaba eran los bidés en los aseos de señora, me sonreí al comprobar que los habían conservado y que aún quedaba algo para recordar, porque siempre me pareció curioso que existieran en un cine.

Nunca después de mudarme he vuelto a pasar por esa calle, si tengo que visitar la zona siempre hago a propósito una maniobra de viandante que añade diez minutos más al recorrido para eludir ese tramo, un poco por aquello que poetiza Sabina de que "al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver", o quizás también porque me da pavor que aquella chica de las sesiones de medianoche que todavía vive allí me vea por la calle y no sea capaz de reconocerme.