17 marzo 2007

MUTACIONES INVOLUNTARIAS.

En el verano del 89 sufrió su primera mutación involuntaria en un hospital público, cuando estaba a punto de cumplir los ansiados 18, compartiendo habitación con enfermos extraños que no sabían nada de su vida, ni ella de la suya, cada uno prisionero de sus propias miserias físicas más que visibles, y un dedo pegado al botón de la esperanza, que no era más que el llamador de las enfermeras para suplicar otro calmante milagroso. Entró por urgencias con una vida que se reducía a estudiar poco y divertirse mucho, una adolescente más en un mundo lleno de normas hechas por adultos, y salió dos meses después con el corazón hastiado y envejecido y la sonrisa fugada de la boca.

El estaba allí, al final del pasillo, un pasillo interminable poblado por las conversaciones entrecortadas que se escapaban a través de las puertas entreabiertas, mientras avanzaba hacia su habitación. No era más que otro número en las estadísticas de tráfico sobre el aumento de accidentes de moto en la época estival, con el añadido de una negligencia médica en el postoperatorio por la que tuvieron que cortarle dos dedos de un pie. Se pasaron todo el verano buscando la manera más frívola de disimular los muñones, la que más les convenció fue la de los capuchones de los bolígrafos, le encajaban a la perfección, les dolía tanto la parte estética que nunca pensaron que no volvería a doblar su rodilla derecha jamás. Solo lo vio una vez más después de irse, arrastraba una severa cojera, mucho alcohol del olvido en sangre, y su novia no había conseguido digerir los efectos secundarios del nuevo producto farmaceútico de cinismo en cápsulas en el que se había convertido, al igual que tampoco quedaba ni rastro de aquella enorme sonrisa hospitalaria.

Quizás podían disfrazar el olor infectado de orina, de familiares sudorosos trasnochados, de cuñas hechas en serie por vaciar, el olor del dolor nocturno y el amanecer sin despertar, de los llantos ahogados en el silencio, de las comidas ausentes de cualquier sabor específico, todo quedaba camuflado por un olor aséptico impersonal difícil de quitar de la piel mucho tiempo después. Pero aunque la muerte tenga olor e intentaran que pasara desapercibido, también tiene cara, estaba agarrada a aquellos ancianos de pómulos cadavéricos, mirada perdida, y con tubos por cada orificio de un cuerpo que ya no tenía nada que decir, solo esperar. Ellos ya no estaban allí, sus esperpentos caminaban sin sombra entre dos mundos separados, por el tránsito que les llevaría hacia el lugar donde habita la eterna juventud y los seres que amaron y perdieron en el camino. Eso es lo que le gustaba pensar cuando los observaba a distancia. Aquella era la casa de la muerte, vivía y se alimentaba de los indefensos octogenarios para distraer la eternidad, en espera quizás, de cuerpos más jóvenes que le aportaran la frescura de la repentina tragedia familiar.

De aquella primera mutación involuntaria quedaron imágenes que le gustaría no haber visto nunca, y que no desaparecen con el paso del tiempo ni aunque cierres los ojos con fuerza, pero aprendió a hacerse amiga de la mala suerte y el destino.

De la segunda mutación involuntaria, es curioso, solo recordaba un taxi y una canción en la radio, lo demás creía que la mente se había encargado de ir borrándolo sin ella pedírselo. Allí sentada, mirando por la ventanilla, escuchando aquella canción cursi y melancólica de un cantante del que no habría comprado un disco jamás, el tiempo se hizo más lento, todo empezó a moverse con retraso, un segundo por detrás del movimiento giratorio de la tierra, y los latidos del corazón se hicieron cada vez más rápidos golpeándole los tímpanos, y la congoja extrema de la falta de aire dio paso al momento de la lucidez de la crueldad de las cosas irremediables, y nació el actor que todos llevamos dentro.

Vestida con un uniforme que suponía el disfraz de todas las mañanas de algo o alguien que no era ocupó su puesto de trabajo desplegando una amplia sonrisa, y empezó a vender libros en medio de la vorágine de compras navideñas que se asfixian con las calefacciones demasiado altas en un Agosto artificial. Pero cuando empezó a escuchar el tímido sonido del hielo, cobrando cada vez más fuerza, resquebrajando su propia carne y expandiéndose por todos los rincones de su cuerpo hasta poseerlo, entonces lo supo, ya no tenía que fingir mas el abatimiento, ya no hacía falta, se había convertido en otra persona viviendo a bajo cero, al igual que un inmenso glaciar azul a la deriva con el 75% de su indiferencia oculta bajo las tumultuosas corrientes oceánicas.

En espera de la próxima mutación, suele quitarle los capuchones a los bolígrafos, se hizo con aquella canción, peregrinando de vez en cuando por la esperanza de la fortaleza tardía, para poder conseguir escucharla hasta el final sin sentir nada, y todavía cuando se sube en un taxi con la tapicería de cuero siente el frío polar de dentro hacia fuera.

A veces recuerda como era antes de las mutaciones y se sonríe a lo lejos, como si fuera otra persona observándose a sí misma, y otras veces, simplemente, no quiere recordarlo. Lo que siempre quedó es la destemplanza de la nostalgia agarrada al flotador de los recuerdos de vidas pasadas, ni mejores ni peores, sencillamente diferentes.

Porque el todo se alimenta de las continuas mutaciones de cada una de las partes,el secreto está en no distanciarse demasiado para que en los reencuentros no se noten los cambios.