09 junio 2007

SOLO ESTABA MIRANDO.

Me gusta entrar haciéndome notar, saludando, para esperar que la dependienta de rutinario uniforme perfectamente planchado y sonrisa falsa de blanqueamiento dental me pregunte "si me puede ayudar en algo", así, siempre puedo contestar en el menor tiempo posible que "solo estaba mirando", si a esa respuesta le añades el vistazo disimulado de aquella mujer florero a mi atuendo, el hecho de que no te moleste más está asegurado, ha comprendido rápidamente que no voy a comprar nada.

Además, que tipo de pregunta es esa de "le puedo ayudar en algo? o buscaba algo en concreto?", si no especifican un poco más conmigo, que la mayoría de las veces lo que estoy pensando no se corresponde con el lugar físico en el que está parado mi cuerpo, cualquier día voy a contestar algo como "pues si, me encantaría comprar la esencia de la sonrisa , me dice en que estantería puedo encontrar el frasco?", hay que concretar, por favor, o se creen que solo por entrar en su maravillosa tienda para pijos sibaritas de barrios altos ya tenemos que estar centrados?, que la mente humana puede hacer varias cosas a la vez al mismo tiempo.

Y empezó el espectáculo de los alimentos más insospechados que la mano humana puede meter en un bote de cristal o en una lata de conservas. Allí vi mi primera codorniz degollada y embalsamada en escabeche, me recordaba a los fetos humanos que exhiben en los laboratorios, si mueves el tarro gira como una peonza solitaria sin un niño del pasado que la vuelva a accionar al pararse, solo faltaba que le hubieran añadido cuerda y música, espeluznante, por eso, siempre paso directamente a los postres y a las bebidas alcohólicas. También evito la parada en la charcutería, allí se calzan guantes de látex inmaculados y bisturís jamoneros de los más precisos, no cortan el jamón, directamente le practican una impecable operación de cirugía en las patas traseras. Y mejor no hablar del chorizo, la butifarra, el salchichón, el lomo embuchado,... si hay alguna mujer mayor solicitando que le den la pieza entera y sin cortar, no puedo evitar la connotación sexual, para que luego digan que son leyendas urbanas, si si.

Si te hacen aquella pregunta sin especificar al entrar y según ellos "el cliente siempre lleva la razón", entonces deberían proporcionar un lugar donde se pudiera comprar cualquier cosa tangible o intangible. Y a partir de ese razonamiento empecé a ver perfectamente alineados en las estanterías frascos con esencias de carencias que se pudieran comprar a cualquier precio, pero además, estaban personalizados. Cada cosa que veía estaba asociada a alguna persona que conozco que le sobra de una virtud que a mi me falta, o simplemente pedacitos de mí que fui perdiendo en alguna parte del camino desmembrado.

Pan redondo, crujiente, con su miga abizcochada, para cubrir de confitura de frambuesa, hecho por aquella que, incluso siendo prácticamente analfabeta, me demostró que a veces lo más sencillo y básico puede resultar tener una clase que lo diferencia de lo demás.

Bolsas de cubitos de hielo geométricamente perfectos, y con algún componente químico secreto que hace que no se derritan ni siquiera con las bebidas calientes, perfecto cuando el dolor que no se ve quema por dentro y no hay más remedio que echarse uno de estos icebergs para enfriar un vasito de indiferencia, creo que sé quién los inventó en su parte del mundo.

Dom Perignon reserva a 120 euros la botella, porque nunca emborracha y gusta compartirlo en ocasiones especiales con alguien a quien se aprecia, para poder beber unos versos de madrugada del poeta reprimido que siempre llevaste dentro, lástima que no me lo presentaras genéticamente.

El agua embotellada en cristal de colores y formas imposibles, algo cotidiano que se obtiene con solo abrir un grifo, pero embellecido a la máxima potencia, por si algún día necesito ducharme con la paciencia y la tenacidad, a pesar de la distancia, con la que siempre pusiste el tapón a tiempo para evitar una y otra vez que me colara por el desagüe de nuestras vidas, pararelas pero tan distintas.

La miel de romero artesanal y ecológica, que nunca empalaga y perdura en el tiempo, para untarme una dulce rebanada de recuerdo de un adolescente en un instituto de bachillerato que me enseñó como un solo beso puede llenar tanto que no haga falta nada más después, nunca los he vuelto a ver, ni a él ni al beso.

Los riñones al jerez, los corazoncitos de pollo, los higaditos con pimentón, las vísceras que alguno que otro me arrancó de un tajo y sin previo aviso dejándome desde entonces incompleta, ahora podría comprarlas y rellenar la úlcera cuando sea sangrante y no quede más hielo de la indiferencia en ese armatoste rudimentario y de alquiler que tengo por nevera.

Las pasas de Corinto, tan pequeñas y tan dulces, para comerme los rabitos de la memoria olvidadiza y poder desandar el camino de la enajenación transitoria, con el fin de retomar con cordura la dirección hacia la nevera y recordar por qué compré vísceras el día anterior.

Pero si hoy hubiera necesitado comprarme alguna carencia de esa tienda que solo abre en las horas en las que sueño despierta, hubiera sido sin lugar a dudas el producto estrella de mis adicciones, el chocolate, y en forma de mousse, el ruidito huidizo, que si prestas atención puedes escuchar, no es más que el chisporroteo de las burbujas de aire que va explotando la cuchara a su paso, y que una vez dentro de la boca producen cosquillas en el paladar, quedando reducido a una cuarta parte del tamaño de la cuchara que te metiste en la boca, por eso nunca harta, siempre quieres más. Mousse de chocolate que encerraría la risa inagotable de Mister R, que consigue que el tiempo se detenga porque toca reirse, para luego volver a retomar las agujas del reloj un poco más despacio marcando a cada segundo la diferencia entre el comer por necesidad o hacer de la necesidad de comer un placer añadido en cada R.